Vivimos en un país excepcional; en el peor sentido de la palabra. España es una excepción entre los grandes países desarrollados europeos. Desde comienzos del siglo XIX hasta el último cuarto del XX, mientras los demás progresaban nosotros encadenábamos guerras civiles, asonadas militares, dictaduras, democracias oligárquicas y violencia sistémica. Fuimos, junto con Portugal y Grecia, los grandes sacrificados en el nuevo orden de la Guerra Fría, permitiendo aquí los vencedores la pervivencia de un régimen fascista por miedo al comunismo. Y esa pesadilla franquista duró cuarenta años. La idealizada Transición trajo la democracia, pero a través de un Rey designado por el genocida Franco (¿se imaginan a Hitler invistiendo a un monarca?) que propició un régimen donde todo cambiaba para que no cambiara nada, manteniéndose los poderes tradicionales. La Santa Transición nos hizo creer que era posible pasar sin traumas de la premodernidad franquista a la posmodernidad almodovariana. Felipe González nos vendió el sueño del Estado de bienestar permanente, de Europa como madre nutricia y Aznar el del capitalismo popular (todos seremos ricos…). Hasta que la crisis de 2008 nos bajó a tierra. Spain is diferent. Y los problemas vienen, en buena medida, de esos orígenes viciados del actual régimen: se amnistió a los genocidas fascistas (único país que ha perpetrado algo similar), se decretó el olvido de los muertos republicanos, se impuso una monarquía de dudosa legitimidad… Todo para garantizar el orden, la paz y la estabilidad que se han convertido en la coartada para el dominio de una privilegiada clase política que ejerce su poder desde los partidos dominantes. Hoy los controles democráticos están supervisados por esa casta senatorial: apenas existe división de poderes, el Congreso está narcotizado por la mayoría gobernante, el Senado es un cementerio para venerables elefantes, la transparencia es pura retórica, el Tribunal de Cuentas fiscaliza con calculado retraso para que expiren los potenciales delitos del PPOE, la fiscalía general y buena parte de la judicatura son una sucursal del gobierno, como los institutos demoscópicos, la radio y televisión públicas… Una futura ley antidemocrática blindará a los políticos del acoso del pueblo airado, como lo hacen ya los medios en un país donde el periodismo libre es marginal y abundan paniaguados, tertulianos teledirigidos, turiferarios e intoxicadores varios.
La alianza
entre poder político y financiero avanza en toda Europa, pero en España es una
misma cosa; de ahí las puertas giratorias por las que transitan políticos que
luego son directivos de grandes empresas o viciversa. Esta obscena entente lo
invade y pervierte todo, por eso el libre mercado es aquí una entelequia… Somos
el único gran país europeo donde pervive una remozada versión del régimen
señorial: reparto de beneficios con doble vía entre la casta política y la
financiera del que los EREs andaluces y la financiación irregular del PP son
los postreros episodios. Eso explica que aquí importen más las rentables (para
ellos) y ruinosas (para nosotros) megainfraestructuras que conformar un tejido
industrial conscientemente desmantelado. Contamos con la red de alta velocidad
más extensa del mundo que conecta ciudades desindustrializadas, tenemos una pormenorizada
red de endogámicas universidades sin excelencia para fabricar titulados
emigrantes, disponemos de auditorios y museos de arte contemporáneo firmados
por arquitectos estrella cuando no hay ya presupuesto para eventos ni mercado para
el arte… Somos una excepción porque nunca hemos sido capaces de llegar a pactos
para los asuntos de estado: la educación está al albur de los caprichos
ideológicos del gobierno de turno, lo mismo que la política exterior o las
relaciones con las comunidades autónomas. A estas alturas no tenemos claro
nuestro modelo de Estado, tensado por los nacionalismos español y periféricos, ni
sabemos qué patrón económico seguir, por eso improvisamos con pelotazos (Eurocasinos,
la última ocurrencia) mientras se jibariza la investigación y se menosprecia la
educación, únicas garantías de futuro.
La cultura
también sobrevive en estado de excepción. Tras utilizarla como escaparate
subvencionado más que como industria y fuente de riqueza, ahora se desmantela
sin remisión en buena medida por prejuicios ideológicos (“esos rojos…”). Nuestro
miope gobierno no entiende que el entertainment
es una de las primeras aportaciones al PIB estadounidense o que la Comisión
europea apoya este sector por ser uno de los de mayor proyección económica.
También somos excepcionales, con Italia, por el protagonismo que adquiere la
Iglesia en un estado supuestamente laico donde, además, el peso de la práctica
católica es más bien discreto. Esta complicidad entre el gobierno y sus
señoritos explica que seamos la única nación de nuestro entorno en el que
avanzan las “milagrosas” privatizaciones de empresas públicas que no mejoran el
servicio -el Mierdid de Botella es un ejemplo- pero sí los beneficios de las
élites asociadas (los políticos facilitadores suelen acabar como dirigentes de
las empresas elegidas). Si bien esta es una tendencia generalizada en el
panliberalismo dominante, somos los europeos que más hemos avanzado en
desigualdad; no es extraño con un sistema fiscal que descarga el peso en los
trabajadores con nómina y exonera, a través de salidas camufladas, a los
potentados. Tampoco es extraño, nuestra derecha es la única en Europa que
alberga a la ultraderecha y la única que se identifica claramente con una
rojigualda para muchos bajo sospecha (otra excepcionalidad).
No somos
excepción en una mentalidad latina donde triunfa la mentira (el PP se
fundamenta en ella: Prestige, 15M, programa incumplido), donde no se valora la
excelencia profesional, sino la fidelidad perruna y la incompetencia con amigos.
¿Tiene salida este país con abundante talento y vitalismo creativo? Sí; que
mandemos al infierno el legado de Franco –custodiado por la cruz más grande de
Europa, otra excepción- y que cambie la mentalidad de los ciudadanos para
mandar al infierno la otra herencia, el régimen señorial que nos carcome.
Jaime
Miñana. Filósofo
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